Un árbol en la noche, un fondo de blancas luciérnagas titilantes, se pierden, se vuelven grises y empiezan a hundirse en la oscuridad. La luna detrás comienza a flotar y se deja ver a través de las ramas del sauce, que parece seco, sin savia en sus venas, muerto.
Su corteza plateada brilla por el baño que le da la única testigo de esa noche, de a poco se va mojando con ese azul blanquecino. Casi imperceptiblemente los brazos del árbol se empiezan a ensanchar, giran en un sentido y en otro. Sus delgadas ramas que todavía recuerdan cada una de sus hojas empiezan a acariciar el piso, flamean y bailan con el soplo de la noche, como un velo de seda luminoso.
En el silencio de la ausencia se puede escuchar como crujen sus troncos, como huesos entumecidos de tanto tiempo de quietud, un sutil sonido, un quejido, un primer susurro. El fondo es ahora un paño circular rojizo, ramas, troncos y hojas quedaron pinceladas con tinta escarlata, esa esfera sigue subiendo y se ve cada vez más grande, una presencia difícil de esquivar que aumenta e ilumina, aclara y hace nacer un brote, un gramo de verde ahogado en tanto rojo, un retoño.
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